Se cumplen 75 años de la represión de la rebelión anarquista en Casas Viejas. Sirvan estos dos artículos extraídos de la prensa como homenaje a las víctimas de aquella barbarie.
El correo de Andalucía (13-01-08): Una brújula para los demócratas. Por Juan José Tellez
El viernes, a pocas horas de que el Parlamento andaluz echara el cierre temporal con un homenaje a Alfonso Perales, se conmemoraba el 75 aniversario de la matanza de Casas Viejas, en Cádiz. Ambos hechos no tendrían demasiada relación si no fuese por la clara huella que aquel suceso dejó en varios jóvenes sesenteros entre quienes se contó el malogrado diputado.
A 11 de enero de 1933, los habitantes de la actual Benalup, se sumaron a una huelga general que la CNT ya había desconvocado. Aislados del resto del país, proclamaron el comunismo libertario e intentaron asaltar el cuartel de la Guardia Civil, hiriendo de muerte a un sargento. Pocas horas después, efectivos de este cuerpo y de la Guardia de Asalto tomaron la aldea del crimen –así la llamó Ramón J. Sender– y arrasaron el local del sindicato: nueve personas se refugiaron en la choza de Francisco Cruz Gutiérrez, Seisdedos, hasta que las fuerzas de orden la incendiaron, matando a sus ocupantes, a excepción del niño Manuel García Franca y la joven, María Silva Cruz, La Libertaria. Al día siguiente, de postre, otros doce hombres fueron ejecutados allí mismo.
El caso, denunciado por periodistas como Eduardo Guzmán pero utilizado por la derecha, precipitó la caída del gobierno de Azaña y anticipó el baño de sangre que, tres años más tarde, arrastraría a todo el país y causaría la muerte de la propia María Silva, secuestrada y asesinada en julio de 1936 y cuyo perfil acaba de recrear con rigor el historiador José Luis Gutiérrez Molina: en julio de 2007, su hijo Juan Pérez Silva y la Asociación Andaluza Memoria Histórica y Justicia cursaron una denuncia ante la Audiencia Nacional que reclamaba luz y taquígrafos sobre la suerte de su madre y de otras 57 desapariciones acaecidas en Sevilla y Huelva. Quizá se trate de uno de los primeros casos a los que tenga que dar respuesta la Ley de Memoria Histórica.
El recuerdo de aquella tragedia no sólo es importante para la CNT o para la CGT, que reclama la conservación del solar donde se levantó la choza en llamas así como el mayor pluralismo posible en la Fundación creada por la Diputación de Cádiz. Casas Viejas es una brújula para todos los demócratas. Para que nunca más las razones de Estado justifiquen el terror. Ni para que vuelva a existir un grado de miseria y aislamiento como el que sufrieron a aquellos anarquistas andaluces que, en su juventud, inspiraron a un puñado de jóvenes socialistas gaditanos. Es posible que, por el paso del tiempo, algunos de ellos ya los hayan olvidado; pero el resto de Andalucía no tiene por qué hacer lo mismo.
El País (13-01-08): La aldea del crimen. Por Santos Juliá
Todo comenzó muy lejos, cuando en enero de 1933 la táctica de la "gimnasia revolucionaria" alcanzó en Barcelona, como recordará Juan García Oliver, un punto álgido. El Pleno de Regionales de la CNT había acordado en abril del año anterior apoyar a su Federación de Ferroviarios en el propósito de declarar una huelga general. Los comités de defensa que reunían a la vanguardia de la Federación Anarquista Ibérica estaban impacientes por desencadenar una insurrección contra el Gobierno de la República, presidido por Manuel Azaña y sostenido en una coalición de republicanos de izquierda y de socialistas. Era, a los ojos de la FAI, un gobierno de sanguinarios dictadores que utilizaban los poderes del Estado burgués para aplastar a la clase obrera. Había, pues, que salir a la calle, espacio en el que tendría lugar la lucha final entre proletariado y burguesía.
Y a la calle salieron aunque el sindicato de ferroviarios, retractado de su primera decisión, no emitiera las órdenes de huelga general. Puede sorprender lo esquemático del plan, como sorprenderá a los dirigentes de la Asociación Internacional de Trabajadores esta manera de lanzar una huelga general que llevaba colgada de su convocatoria la expectativa de una insurrección armada sin haber realizado previamente ningún trabajo de organización. Nadie daba la orden con garantías de que habrían de ser cumplidas, nadie asumía la responsabilidad derivada del seguro fiasco. Era un axioma del anarcosindicalismo que el gran día amanecería teñido de rojo gracias a la voluntad revolucionaria de una minoría consciente, viril, de la misma manera que la chispa enciende la mecha que hace explotar las energías acumuladas por la masa.
Así fue como el 8 de enero "se libró una de las batallas más serias entre los libertarios y el Estado español", escribirá el mismo García Oliver, máximo responsable de mantener la convocatoria de revolución. Era, en realidad, la segunda batalla de la FAI contra la República, pero su seriedad consistió en que los dirigentes de los comités de defensa fueron inmediatamente detenidos por las fuerzas de policía, que estaban sobre aviso; llevados a comisaría, encarcelados y apaleados. La huelga general revolucionaria quedó al albur de los comités regionales, confundidos por los rumores que llegaban de Barcelona, desde donde partieron consignas de desconvocar la revolución cuando ya algunos comités habían emitido la orden de desencadenarla.
En Casas Viejas, los anarquistas decidieron que había llegado el momento de la revolución, y en la noche del 10 de enero pasaron a la acción, repitiendo la pauta insurreccional del anarcosindicalismo español, que arranca con el acarreo de armas de donde las hubiera, y sigue con el asalto al registro y la quema de papeles, la proclamación del comunismo libertario, el asedio al cuartelillo de la Guardia Civil y la vigilancia para impedir la entrada al pueblo a las fuerzas del orden. Los guardias civiles, mal equipados para enfrentarse a concentraciones de campesinos, llevaron las de perder en su intento de hacer frente a la rebelión: alcanzados por las balas de los insurrectos, el sargento y un guardia fueron heridos de muerte. La rebelión triunfó en unas horas, y a la mañana siguiente se procedió a la incautación de víveres y a su reparto entre la población mientras en el sindicato se debatía sobre la suerte que esperaba a los enemigos de la revolución.
Si todo hubiera quedado ahí, Casas Viejas habría pasado a la historia como uno más en la lista de los muchos lugares que proclamaban por unas horas el comunismo libertario para acabar de inmediato con los revolucionarios en la cárcel, como ocurrió en los pueblos de Barcelona, Lérida y Valencia donde también se había izado el 8 de enero la bandera rojinegra, se habían destruido archivos, abolido del dinero y repartido alimentos. Lo que sacó a ese nombre de la lista y lo convirtió en motivo de permanente agitación política y social no fue la revolución, sino la brutalidad de la represión. Pues no habían transcurrido aún veinticuatro horas de comunismo libertario cuando llegaron al pueblo las primeras patrullas de la Guardia Civil, a las que seguiría en la madrugada del día siguiente una compañía de Guardias de Asalto al mando del capitán Manuel Rojas, enviado por el director general de Seguridad, Arturo Menéndez, para sofocar la rebelión en la zona de Jerez con el empleo de la fuerza que fuese menester.
Los guardias civiles y de asalto entraron en el pueblo "haciendo fuego contra todo el que no bajaba los brazos y contra las casas de donde había partido disparos contra la fuerza", como el mismo Rojas dijo a Manuel Azaña cuando habló con él varias semanas después. Lo que Rojas no dijo, ni el Gobierno llegó a saber hasta muy tarde, fue que había ordenado incendiar la choza en la que se habían refugiado un viejo campesino, apodado Seisdedos, y algunos familiares y otros compañeros que desde el interior mataron a dos guardias. Ametrallada a conciencia, la choza fue enseguida pasto de las llamas, y quienes no lograron escapar, hombres, mujeres y algún niño, sucumbieron abatidos a tiros o murieron calcinados. No satisfechos con la venganza, 12 detenidos fueron llevados hasta la misma choza y fusilados sobre la marcha, la mayor parte de ellos sin responsabilidad alguna en los hechos.
En Casas Viejas, dijo Azaña el día de reapertura de las Cortes, "no ha ocurrido sino lo que tenía que ocurrir". Mucho lamentó haberlo dicho. Cuando comenzaron a llegar informaciones fidedignas y se conoció la magnitud de la matanza, Menéndez fue destituido y una comisión parlamentaria se desplazó a la aldea del crimen, como la bautizó Ramón J. Sender. Rojas fue procesado y condenado, pero el daño político estaba hecho: la oposición republicana radical saltó sobre la ocasión para poner en marcha la obstrucción parlamentaria, dando así razón a García Oliver, que, por su parte, se consolaba pensando que el "resultado extraordinario" de aquella revolución había sido "la descomposición de las izquierdas republicanas que usufructuaban el poder". Miserable epitafio para una revolución disparatada en su origen, y amargo fruto de la desesperación y de la brutalidad en su término.
El correo de Andalucía (13-01-08): Una brújula para los demócratas. Por Juan José Tellez
El viernes, a pocas horas de que el Parlamento andaluz echara el cierre temporal con un homenaje a Alfonso Perales, se conmemoraba el 75 aniversario de la matanza de Casas Viejas, en Cádiz. Ambos hechos no tendrían demasiada relación si no fuese por la clara huella que aquel suceso dejó en varios jóvenes sesenteros entre quienes se contó el malogrado diputado.
A 11 de enero de 1933, los habitantes de la actual Benalup, se sumaron a una huelga general que la CNT ya había desconvocado. Aislados del resto del país, proclamaron el comunismo libertario e intentaron asaltar el cuartel de la Guardia Civil, hiriendo de muerte a un sargento. Pocas horas después, efectivos de este cuerpo y de la Guardia de Asalto tomaron la aldea del crimen –así la llamó Ramón J. Sender– y arrasaron el local del sindicato: nueve personas se refugiaron en la choza de Francisco Cruz Gutiérrez, Seisdedos, hasta que las fuerzas de orden la incendiaron, matando a sus ocupantes, a excepción del niño Manuel García Franca y la joven, María Silva Cruz, La Libertaria. Al día siguiente, de postre, otros doce hombres fueron ejecutados allí mismo.
El caso, denunciado por periodistas como Eduardo Guzmán pero utilizado por la derecha, precipitó la caída del gobierno de Azaña y anticipó el baño de sangre que, tres años más tarde, arrastraría a todo el país y causaría la muerte de la propia María Silva, secuestrada y asesinada en julio de 1936 y cuyo perfil acaba de recrear con rigor el historiador José Luis Gutiérrez Molina: en julio de 2007, su hijo Juan Pérez Silva y la Asociación Andaluza Memoria Histórica y Justicia cursaron una denuncia ante la Audiencia Nacional que reclamaba luz y taquígrafos sobre la suerte de su madre y de otras 57 desapariciones acaecidas en Sevilla y Huelva. Quizá se trate de uno de los primeros casos a los que tenga que dar respuesta la Ley de Memoria Histórica.
El recuerdo de aquella tragedia no sólo es importante para la CNT o para la CGT, que reclama la conservación del solar donde se levantó la choza en llamas así como el mayor pluralismo posible en la Fundación creada por la Diputación de Cádiz. Casas Viejas es una brújula para todos los demócratas. Para que nunca más las razones de Estado justifiquen el terror. Ni para que vuelva a existir un grado de miseria y aislamiento como el que sufrieron a aquellos anarquistas andaluces que, en su juventud, inspiraron a un puñado de jóvenes socialistas gaditanos. Es posible que, por el paso del tiempo, algunos de ellos ya los hayan olvidado; pero el resto de Andalucía no tiene por qué hacer lo mismo.
El País (13-01-08): La aldea del crimen. Por Santos Juliá
Todo comenzó muy lejos, cuando en enero de 1933 la táctica de la "gimnasia revolucionaria" alcanzó en Barcelona, como recordará Juan García Oliver, un punto álgido. El Pleno de Regionales de la CNT había acordado en abril del año anterior apoyar a su Federación de Ferroviarios en el propósito de declarar una huelga general. Los comités de defensa que reunían a la vanguardia de la Federación Anarquista Ibérica estaban impacientes por desencadenar una insurrección contra el Gobierno de la República, presidido por Manuel Azaña y sostenido en una coalición de republicanos de izquierda y de socialistas. Era, a los ojos de la FAI, un gobierno de sanguinarios dictadores que utilizaban los poderes del Estado burgués para aplastar a la clase obrera. Había, pues, que salir a la calle, espacio en el que tendría lugar la lucha final entre proletariado y burguesía.
Y a la calle salieron aunque el sindicato de ferroviarios, retractado de su primera decisión, no emitiera las órdenes de huelga general. Puede sorprender lo esquemático del plan, como sorprenderá a los dirigentes de la Asociación Internacional de Trabajadores esta manera de lanzar una huelga general que llevaba colgada de su convocatoria la expectativa de una insurrección armada sin haber realizado previamente ningún trabajo de organización. Nadie daba la orden con garantías de que habrían de ser cumplidas, nadie asumía la responsabilidad derivada del seguro fiasco. Era un axioma del anarcosindicalismo que el gran día amanecería teñido de rojo gracias a la voluntad revolucionaria de una minoría consciente, viril, de la misma manera que la chispa enciende la mecha que hace explotar las energías acumuladas por la masa.
Así fue como el 8 de enero "se libró una de las batallas más serias entre los libertarios y el Estado español", escribirá el mismo García Oliver, máximo responsable de mantener la convocatoria de revolución. Era, en realidad, la segunda batalla de la FAI contra la República, pero su seriedad consistió en que los dirigentes de los comités de defensa fueron inmediatamente detenidos por las fuerzas de policía, que estaban sobre aviso; llevados a comisaría, encarcelados y apaleados. La huelga general revolucionaria quedó al albur de los comités regionales, confundidos por los rumores que llegaban de Barcelona, desde donde partieron consignas de desconvocar la revolución cuando ya algunos comités habían emitido la orden de desencadenarla.
En Casas Viejas, los anarquistas decidieron que había llegado el momento de la revolución, y en la noche del 10 de enero pasaron a la acción, repitiendo la pauta insurreccional del anarcosindicalismo español, que arranca con el acarreo de armas de donde las hubiera, y sigue con el asalto al registro y la quema de papeles, la proclamación del comunismo libertario, el asedio al cuartelillo de la Guardia Civil y la vigilancia para impedir la entrada al pueblo a las fuerzas del orden. Los guardias civiles, mal equipados para enfrentarse a concentraciones de campesinos, llevaron las de perder en su intento de hacer frente a la rebelión: alcanzados por las balas de los insurrectos, el sargento y un guardia fueron heridos de muerte. La rebelión triunfó en unas horas, y a la mañana siguiente se procedió a la incautación de víveres y a su reparto entre la población mientras en el sindicato se debatía sobre la suerte que esperaba a los enemigos de la revolución.
Si todo hubiera quedado ahí, Casas Viejas habría pasado a la historia como uno más en la lista de los muchos lugares que proclamaban por unas horas el comunismo libertario para acabar de inmediato con los revolucionarios en la cárcel, como ocurrió en los pueblos de Barcelona, Lérida y Valencia donde también se había izado el 8 de enero la bandera rojinegra, se habían destruido archivos, abolido del dinero y repartido alimentos. Lo que sacó a ese nombre de la lista y lo convirtió en motivo de permanente agitación política y social no fue la revolución, sino la brutalidad de la represión. Pues no habían transcurrido aún veinticuatro horas de comunismo libertario cuando llegaron al pueblo las primeras patrullas de la Guardia Civil, a las que seguiría en la madrugada del día siguiente una compañía de Guardias de Asalto al mando del capitán Manuel Rojas, enviado por el director general de Seguridad, Arturo Menéndez, para sofocar la rebelión en la zona de Jerez con el empleo de la fuerza que fuese menester.
Los guardias civiles y de asalto entraron en el pueblo "haciendo fuego contra todo el que no bajaba los brazos y contra las casas de donde había partido disparos contra la fuerza", como el mismo Rojas dijo a Manuel Azaña cuando habló con él varias semanas después. Lo que Rojas no dijo, ni el Gobierno llegó a saber hasta muy tarde, fue que había ordenado incendiar la choza en la que se habían refugiado un viejo campesino, apodado Seisdedos, y algunos familiares y otros compañeros que desde el interior mataron a dos guardias. Ametrallada a conciencia, la choza fue enseguida pasto de las llamas, y quienes no lograron escapar, hombres, mujeres y algún niño, sucumbieron abatidos a tiros o murieron calcinados. No satisfechos con la venganza, 12 detenidos fueron llevados hasta la misma choza y fusilados sobre la marcha, la mayor parte de ellos sin responsabilidad alguna en los hechos.
En Casas Viejas, dijo Azaña el día de reapertura de las Cortes, "no ha ocurrido sino lo que tenía que ocurrir". Mucho lamentó haberlo dicho. Cuando comenzaron a llegar informaciones fidedignas y se conoció la magnitud de la matanza, Menéndez fue destituido y una comisión parlamentaria se desplazó a la aldea del crimen, como la bautizó Ramón J. Sender. Rojas fue procesado y condenado, pero el daño político estaba hecho: la oposición republicana radical saltó sobre la ocasión para poner en marcha la obstrucción parlamentaria, dando así razón a García Oliver, que, por su parte, se consolaba pensando que el "resultado extraordinario" de aquella revolución había sido "la descomposición de las izquierdas republicanas que usufructuaban el poder". Miserable epitafio para una revolución disparatada en su origen, y amargo fruto de la desesperación y de la brutalidad en su término.
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