La Opinión de Granada, domingo, 4 de mayo de 2008
Existe un sector entre el profesorado, no demasiado importante numéricamente, pero sí especialmente activo e influyente, que, con su actitud corporativista e intolerante, está ocasionando un daño considerable a la educación y a la profesión docente. No se puede negar a este sector una militancia consecuente y una gran capacidad para el activismo, que no siempre tiene paralelo en sus oponentes ideológicos (baste mirar los tablones de tantas salas de profesorado, convertidos en colección de recortes que claman contra la insolencia y el desprecio de lo académico que actualmente muestra el alumnado, sin olvidar nunca la última colaboración del inefable Pérez-Reverte). A su desvelo y disposición hay que atribuir una parte de la aceptación que, en ocasiones, consiguen sus discursos inmovilistas, y el eco que en los medios y en la sociedad alcanzan sus consignas. (De la otra parte, no cabe duda, son responsables las condiciones adversas en que el profesorado tiene que realizar con demasiada frecuencia su tarea).
Ideológicamente, este profesorado ubica su particular utopía educativa en el pasado, haciendo así buena la tesis de Cioran, que advertía que el pensamiento conservador no imagina, mira siempre hacia atrás cuando necesita encontrar su paraíso, su modelo ideal de sociedad. Su referente, sin duda, es un patrón finiquitado, concretado en la fórmula “cuando yo tenía su edad”, emitida con añoranza y desazón. Su ideario se reduce a unos cuantos puntos, firmes, inamovibles, obtenidos del pensamiento conservador más vulgarmente primario: el fracaso escolar se debe a que los alumnos no quieren estudiar; los problemas de indisciplina se solucionan con partes y expulsión; quien no venga a estudiar, que se quede en casa; es necesario separar a los buenos estudiantes de los malos en itinerarios diferenciados; la didáctica y las teorías del aprendizaje son un camelo para disfrazar lo que es cuestión de codos; a los profesores sólo les compete enseñar, que para educar ya están los padres, etc.
Este sector intenta ahora abortar un proyecto de mejora de la enseñanza consensuado con la mayoría de los representantes sindicales de los docentes: el programa de calidad y mejora de los rendimientos escolares, que propone medidas dirigidas a la prevención del fracaso, y compensa económicamente al profesorado que se implique en la superación de los resultados educativos. Aprovecha para ello una de las debilidades del proyecto: la condición de que haya una mayoría de, al menos, dos tercios de cada claustro dispuesto a desarrollarlo para que el centro pueda acogerse a él. Este requisito ha hecho que bastantes escuelas e institutos hayan quedado excluidos a pesar de que la mayoría de los profesores y profesoras mostraran su acuerdo y su disposición a implementarlo. En su página web, el sindicato que mejor representa a este profesorado publica jactanciosamente una lista de centros de secundaria donde, valiéndose de esta ventaja, han conseguido, no sólo quedarse al margen, sino que nadie pueda intentarlo. El mapa de la dignidad docente han titulado al opúsculo en cuestión.
Y es que, en efecto, su discurso, elaborado ex profeso para esta labor de zapa es el de la dignidad docente, reducido a unas cuantas cláusulas que se cierran en una: el Programa es un atentado contra la dignidad docente. Porque, dicen, atentado contra la dignidad docente es someter a los profesores a control (evaluación del proceso educativo = control del profesorado); intentar sobornarles para que manipulen los resultados estadísticos, aprobando a quien no se lo merece (reducir el fracaso = forzar injusta y prevaricadoramente el aprobado); querer comprar la voluntad del profesorado para que se someta a lo que siempre se ha resistido con dignidad: a bajar los niveles y a reducir los contenidos (adaptar el currículo y la metodología a las condiciones individuales y sociales de los estudiantes = bajar los niveles); afirmar que los resultados no son buenos, insinuando con ello que el profesorado lo está haciendo mal; pedirle que participe en un plan de formación, sugiriendo así que no sabe y tiene que aprender... ¡A estas alturas! ¡cuánto oprobio para la dignidad docente...!
Somos más, sin embargo, y es necesario que la sociedad lo sepa, los que pensamos que la dignidad docente se mide con otra vara y que reside y se manifiesta particularmente en otra actitud ante los problemas educativos. Y así, creemos que, por la naturaleza de su trabajo, el docente debe someter a continuo análisis su actividad, replantearse permanentemente los problemas y evaluar los resultados que consigue; que la ampliación del sistema educativo a toda la población menor de 16 años ha modificado las condiciones de trabajo y que para afrontar las exigencias de los nuevos cometidos docentes no valen los antiguos moldes profesionales; que la convivencia es un objetivo fundamental de la actuación educativa de los centros y que, en consecuencia, hay que dedicar tiempo y esfuerzo a planificar y desarrollar las competencias sociales que la favorecen; que la complejidad del trabajo docente exige una formación inicial de índole psicopedagógica que faculte al profesorado para su desempeño, y una formación continua que le ayude a resolver sus problemas profesionales...
Y, sobre todo, que es necesaria una nueva disposición y un mayor rigor en el análisis de los problemas que actualmente tiene la educación para no buscar la culpa del fracaso en el alumnado, el único elemento de todo el proceso que no puede tenerla, porque constituye el objeto de la actuación educativa. Pensar lo contrario es razonar como el médico que achacara la causa de su fracaso profesional a los pacientes porque acuden a su consulta con patologías difíciles.
Dejando al margen la cuestión de la compensación monetaria (no es el momento para debatir en qué circunstancias pueda ser necesario retribuir lo que por definición forma parte del cometido profesional), parece necesario y sería razonable que la Administración educativa modificara los criterios para que esa mayoría de profesores y profesoras que han manifestado su deseo de participar en el Programa pudiera hacerlo, y que sus respectivos centros recibieran para ello toda la ayuda necesaria. Sobre todo teniendo en cuenta que a la mayor parte de estos docentes no le mueve otro propósito que el de contribuir al desarrollo de una escuela pública de calidad, capaz de conseguir para cada alumno y para cada alumna los beneficios educativos y las competencias culturales a las que, de un tiempo a esta parte, afortunadamente, tenemos derecho todos los ciudadanos de este país.
Manuel Vera Hidalgo [Profesor de Educación Secundaria y coodirector de la revista pedagógicaTextos ]
Existe un sector entre el profesorado, no demasiado importante numéricamente, pero sí especialmente activo e influyente, que, con su actitud corporativista e intolerante, está ocasionando un daño considerable a la educación y a la profesión docente. No se puede negar a este sector una militancia consecuente y una gran capacidad para el activismo, que no siempre tiene paralelo en sus oponentes ideológicos (baste mirar los tablones de tantas salas de profesorado, convertidos en colección de recortes que claman contra la insolencia y el desprecio de lo académico que actualmente muestra el alumnado, sin olvidar nunca la última colaboración del inefable Pérez-Reverte). A su desvelo y disposición hay que atribuir una parte de la aceptación que, en ocasiones, consiguen sus discursos inmovilistas, y el eco que en los medios y en la sociedad alcanzan sus consignas. (De la otra parte, no cabe duda, son responsables las condiciones adversas en que el profesorado tiene que realizar con demasiada frecuencia su tarea).
Ideológicamente, este profesorado ubica su particular utopía educativa en el pasado, haciendo así buena la tesis de Cioran, que advertía que el pensamiento conservador no imagina, mira siempre hacia atrás cuando necesita encontrar su paraíso, su modelo ideal de sociedad. Su referente, sin duda, es un patrón finiquitado, concretado en la fórmula “cuando yo tenía su edad”, emitida con añoranza y desazón. Su ideario se reduce a unos cuantos puntos, firmes, inamovibles, obtenidos del pensamiento conservador más vulgarmente primario: el fracaso escolar se debe a que los alumnos no quieren estudiar; los problemas de indisciplina se solucionan con partes y expulsión; quien no venga a estudiar, que se quede en casa; es necesario separar a los buenos estudiantes de los malos en itinerarios diferenciados; la didáctica y las teorías del aprendizaje son un camelo para disfrazar lo que es cuestión de codos; a los profesores sólo les compete enseñar, que para educar ya están los padres, etc.
Este sector intenta ahora abortar un proyecto de mejora de la enseñanza consensuado con la mayoría de los representantes sindicales de los docentes: el programa de calidad y mejora de los rendimientos escolares, que propone medidas dirigidas a la prevención del fracaso, y compensa económicamente al profesorado que se implique en la superación de los resultados educativos. Aprovecha para ello una de las debilidades del proyecto: la condición de que haya una mayoría de, al menos, dos tercios de cada claustro dispuesto a desarrollarlo para que el centro pueda acogerse a él. Este requisito ha hecho que bastantes escuelas e institutos hayan quedado excluidos a pesar de que la mayoría de los profesores y profesoras mostraran su acuerdo y su disposición a implementarlo. En su página web, el sindicato que mejor representa a este profesorado publica jactanciosamente una lista de centros de secundaria donde, valiéndose de esta ventaja, han conseguido, no sólo quedarse al margen, sino que nadie pueda intentarlo. El mapa de la dignidad docente han titulado al opúsculo en cuestión.
Y es que, en efecto, su discurso, elaborado ex profeso para esta labor de zapa es el de la dignidad docente, reducido a unas cuantas cláusulas que se cierran en una: el Programa es un atentado contra la dignidad docente. Porque, dicen, atentado contra la dignidad docente es someter a los profesores a control (evaluación del proceso educativo = control del profesorado); intentar sobornarles para que manipulen los resultados estadísticos, aprobando a quien no se lo merece (reducir el fracaso = forzar injusta y prevaricadoramente el aprobado); querer comprar la voluntad del profesorado para que se someta a lo que siempre se ha resistido con dignidad: a bajar los niveles y a reducir los contenidos (adaptar el currículo y la metodología a las condiciones individuales y sociales de los estudiantes = bajar los niveles); afirmar que los resultados no son buenos, insinuando con ello que el profesorado lo está haciendo mal; pedirle que participe en un plan de formación, sugiriendo así que no sabe y tiene que aprender... ¡A estas alturas! ¡cuánto oprobio para la dignidad docente...!
Somos más, sin embargo, y es necesario que la sociedad lo sepa, los que pensamos que la dignidad docente se mide con otra vara y que reside y se manifiesta particularmente en otra actitud ante los problemas educativos. Y así, creemos que, por la naturaleza de su trabajo, el docente debe someter a continuo análisis su actividad, replantearse permanentemente los problemas y evaluar los resultados que consigue; que la ampliación del sistema educativo a toda la población menor de 16 años ha modificado las condiciones de trabajo y que para afrontar las exigencias de los nuevos cometidos docentes no valen los antiguos moldes profesionales; que la convivencia es un objetivo fundamental de la actuación educativa de los centros y que, en consecuencia, hay que dedicar tiempo y esfuerzo a planificar y desarrollar las competencias sociales que la favorecen; que la complejidad del trabajo docente exige una formación inicial de índole psicopedagógica que faculte al profesorado para su desempeño, y una formación continua que le ayude a resolver sus problemas profesionales...
Y, sobre todo, que es necesaria una nueva disposición y un mayor rigor en el análisis de los problemas que actualmente tiene la educación para no buscar la culpa del fracaso en el alumnado, el único elemento de todo el proceso que no puede tenerla, porque constituye el objeto de la actuación educativa. Pensar lo contrario es razonar como el médico que achacara la causa de su fracaso profesional a los pacientes porque acuden a su consulta con patologías difíciles.
Dejando al margen la cuestión de la compensación monetaria (no es el momento para debatir en qué circunstancias pueda ser necesario retribuir lo que por definición forma parte del cometido profesional), parece necesario y sería razonable que la Administración educativa modificara los criterios para que esa mayoría de profesores y profesoras que han manifestado su deseo de participar en el Programa pudiera hacerlo, y que sus respectivos centros recibieran para ello toda la ayuda necesaria. Sobre todo teniendo en cuenta que a la mayor parte de estos docentes no le mueve otro propósito que el de contribuir al desarrollo de una escuela pública de calidad, capaz de conseguir para cada alumno y para cada alumna los beneficios educativos y las competencias culturales a las que, de un tiempo a esta parte, afortunadamente, tenemos derecho todos los ciudadanos de este país.
Manuel Vera Hidalgo [Profesor de Educación Secundaria y coodirector de la revista pedagógicaTextos ]
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